lunes, 10 de noviembre de 2008

NO OYES LADRAR A LOS PERROS(JUAN RULFO)




No oyes ladrar a los perros
—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna

señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.

—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose

de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y

creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una

sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada

redonda.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que

llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los

perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba

detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el

monte. Acuérdate, Ignacio.

—Sí, pero no veo rastro de nada.

—Me estoy cansando.

—Bájame.

E1 viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón

y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros.

Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse,

porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su

hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a

echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

—¿Cómo te sientes?

—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir.

En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le

agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba,

y porque los pies se le encajaban en los ijares como

espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en

su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una

sonaja. É1 apretaba los dientes para no morderse la lengua

y cuando acababa aquello le preguntaba:

—¿Te duele mucho?

—Algo —contestaba él.

Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí...

Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me

reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces.

Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente

de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz

los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la

tierra.

—No veo ya por dónde voy —decía él.

Pero nadie le contestaba.

E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su

cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él

acá abajo.

—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego

se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del

cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya

no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está

cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá

arriba, Ignacio?

—Bájame, padre.

—¿Te sientes mal?

—Sí

—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré

quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré

con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te

dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a

enderezarse.

—Te llevaré a Tonaya.

—Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

—Quiero acostarme un rato.

—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La

cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió

los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la

cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su

difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago.

Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí,

donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a

que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da

ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo

más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras

vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el

sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para

que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro

de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos

pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos,

donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso...

Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la

sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba

la he maldecido. He dicho: "¡Que se le pudra en los riñones

la sangre que yo le di!" Lo dije desde que supe que usted

andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y

matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi

compadre Tranquilino. E1 que lo bautizó a usted. El que le

dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de

encontrarse con usted. Desde entonces dije: "Ese no puede

ser mi hijo."

—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes

hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

—No veo nada.

—Peor para ti, Ignacio.

—Tengo sed.

—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que

ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el

pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros.

Haz por oír.

—Dame agua.

—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate.

Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me

ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

—Tengo mucha sed y mucho sueño.

—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y

tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la

leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso.

Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella

rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en

paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú

crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El

otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado

otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros

dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies,

balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la

cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de

lágrimas.

—¿Lloras , Ignacio ? Lo hace llorar a usted el recuerdo de

su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella.

Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le

hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora

lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a

todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran

podido decir: "No tenemos a quién darle nuestra lástima ".

¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz

de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso

de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el

último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó

sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo

hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había

venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó

cómo por todas partes ladraban los perros.

—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo . No me ayudaste ni

siquiera con esta esperanza.

Juan Rulfo (1918-1986)

3 comentarios:

  1. Mais uma vez agradeço pela sua visita ao meu blog, fico feliz.
    Voce realmente é um charme e a cordialidade em pessoa.
    Abraço mineiro.

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  2. Este cuento breve tiene una connotación trágica, muy humana, y universal; garcias por recordarlo.

    Saludos.

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