Descubrir el amanecer. Siempre con su particularidad singular, siempre con
sus luces y sus miradas. Se rehace el universo de las cosas y de los sueños,
se devela la sensación de eternidad de la ilusión. Y miramos todo aquello
que respira como parte de nosotros. Las aves, las plantas, los peces y
lo invisible. El vuelo perpetuo de la existencia, abierta las dimensiones
y el azar.
La mirada primera del sol refleja sombras pálidas por donde avanza
el caminante, como una huella que se mueve acariciando el camino.
Sin marcar sus formas, solo desplazándose dulcemente. Así como
un susurro, o como un sentimiento sutil.
El café es nuestro primer contacto con este nacimiento, con su
olor afable que se hace parte del todo. Sabor, olor, temperatura,
color y efecto. Servido no en un plato, no en una copa, sino una taza
acompañado de un platillo individual. A la mirada aquello es un poema:
La taza, el platillo, el café en la taza expandiéndose constantemente
desde su olor por todo el lugar. Su olor no es un perfume. Y luego
aquello que tiene que ver con el ritual.
Con todo ello, se busca en la distancia aquel amor que vive en otro amanecer.
Desde el mismo sol, pero en otro lugar. Y se unen los anhelos, y se hace
música el instante.
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